mercredi 8 février 2012

La mutación.

Vivía más fuera de sí que en su interioridad, y todos sabían que ese hecho adelantaba ciertos estragos.
(Algún día tengo que recordarte al compás de las yemas, pero ahora, reencarnemos los hechos efímeros que ni siquiera son hechos, para velar por su relativa perdurabilidad.)
Unos indígenas viven en una cabaña en la montaña, cerca de las nieves inhóspitas, hay un bebé envuelto en papel de aluminio, pero la figura paterna en seguida se da cuenta de que el niño es demasiado débil.
A los dos días el bebé muere, el padre abandona el cuerpo resguardado entre las nieves, para evitar el pesar de la madre, quien manifestaba un ligero retraso.
La magnitud de la obsesión va tomando un rango creciente, de tal envergadura, que el hombre visita el cuerpo cada día.
Un día le da la vuelta: del cuerpo pútrido envuelto en papel de aluminio, florecía una mutación extraordinaria, a la par que espantosa.
Una pelusa negra casi animal crecía por algunas partes, mientras que en la cara del cadáver del niño inválido se dibujaban símbolos bermejos procedentes de otros mundos.
Mientras tanto la figura paterna mutaba a mí.
Los dientes se me resquebrajaban a medida que se sucedían las situaciones bizarras, absurdas e incluso cómicas.
Cerraba la boca con cuidado de que no se perdieran o escaparan los fragmentos.
Pero mi dentadura nunca iba a repararse (me lo corroboró un desconocido que vestía de forma extraña).

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