Y ese día pudimos contemplar la pureza imperturbable del negro, un negro que se arrastraba, se tostaba fatídicamente con el sol, pero que, no obstante, se mantenía ingrávido y etéreo, casi divino.
Mirada negra y piel negra, cadenas relucientes oprimiendo a la fiera, aquellos ojos, aquellos arapos.
El ritmo y la voz.
Aquella mujer, encadenada, encomendándose a Dios con la mirada absorta y cristalina, con las manos atadas. La maldad hacía sus apuestas en vano, nunca podrían comprar tal pureza. La elegancia estaba en crisis, pero seguía siendo impenetrable.
Un negro total que convive con todos los demás, que los ama pero no puede ser tocado, llegarás al sol pero nunca te quemarás.
Serás noche.
La tranquilidad lineal sobre la que se inscriben las enloquecidas efervescencias.